Ya no añoro verlo, ni despertarlo a carcajadas o escucharlo explicarme lo especial que soy para él. Tampoco echo de menos esa forma tan suya de mirar, de acariciar o de hacer(me) el amor.
No extraño sus buenos días, buenas noches, los paseos de andar por andar, confesándonos secretos, descubriéndonos lugares. Pintar juntos, reír como niños. Tirarme en la cama todo el día y negarme a levantarme sin él. O nuestras madrugadas abrazados siendo uno solo. En una cama que se quedaba muy grande porque nos hacía falta muy poco. Esas noches de apagar el reloj, encender la luna y contarnos la vida a versos. (Te confieso que eso sí lo echo un poco de menos).
Pero cuando hablo de extrañar me refiero a un nosotros. A una rutina desordenada que impusimos sin saberlo.
Hablo de ti y de mi. Y del sentido que tenía mi vida cuando éramos lo que quiera ser que fuimos.
Me refiero a esas pequeñas cosas, a solo saber que estás sin tener que demostrarlo. A sonreír si mi teléfono te recuerda.
A que sigas ahí.
Calando hondo. Dejando huella.
A que no me arranquen ese trozo de mi que te llevaste contigo.