Me gustaba creer que éramos diferente,
que había personas que estaban destinadas por encima de cualquier catástrofe.
Me gustaba pensar que solo necesitábamos un fin de semana y una ciudad de esas
que enganchan para perdernos por sus calles hasta perder la poca cordura que
nos quedaba. Me gustaba creer que era posible enamorarse en tiempo récord y que
por muchas noches que pasaran seguiríamos viviendo en esa madrugada. Me gustaba
pensar que nos habíamos dejado marca, como una quemadura que se te queda clavada
en la piel para siempre, de esas heridas que nunca podremos olvidar. Ni
queremos hacerlo. Me gustaba creer que existían los amores de una noche y que
podíamos llegar a ser todo aquello que habíamos imaginado. Me gustaban tus
manías por no dejarme marchar pero por dejarme libre el camino. Me gustaba
recordar el trazo que dibujabas en mi espalda mientras el tiempo estaba
congelado. Y mi cabeza apoyada en el espacio que se forma entre tu pecho y tu
clavícula. Me gustaba tener una libreta con tu nombre con todas las cosas que
nos quedaban por hacer. Y convertir todos los imposibles en improbables. Me
gustaba verte reír a carcajadas y derretirme cuando confesabas
llevar años buscándome. Me gustaba dejar las películas a medias para
interrumpirlas con un plan mejor y así, tener siempre algo pendiente. Me
gustaba verte cocinar para dos y que me sorprendas abrazándome fuerte mientras
me ducho.
Me gustaba saber que no teníamos prisa por vivir. Vivirnos.
Porque no
se trataba de esperarnos toda la vida.
Era la vida la que nos había estado
esperando.
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